I. La Cosmogonía: El Canto de la Creación
Mucho antes de que los primeros imperios humanos trazaran mapas rudimentarios sobre pieles de bestias, y eones antes de que la sombra de Varyn oscureciera las constelaciones, Orbis no era más que polvo cósmico flotando en el silencio del universo. Fue en ese vacío estéril donde Gaia despertó. No lo hizo como un ser de carne y hueso, sino como una entidad de pura consciencia, una "Alter" cuya voluntad era capaz de moldear la realidad. Los pergaminos prohibidos, ocultos en las bibliotecas sumergidas del Templo del Tiempo, narran que su primer acto no fue ver ni tocar, sino cantar.
Gaia no construyó el mundo con herramientas físicas, sino con una melodía de resonancia elemental que ordenó el caos primordial. Su voz separó las aguas de los cielos, creando los océanos infinitos; su susurro levantó las cordilleras de la Zona 3, desafiando la gravedad; y su pasión encendió el núcleo del mundo con un fuego espiritual inextinguible. Fue una Era Dorada donde la magia no necesitaba varitas, orbes ni bastones para ser canalizada. La magia fluía libremente como el viento, impregnando cada roca sedimentaria, cada río cristalino y cada nube que cruzaba el firmamento.
En aquellos días, el sol no era simplemente una estrella distante, sino un guardián cercano, y las lunas de Orbis orbitaban en una danza perfecta de mareas y luz. No existía la separación entre el mundo físico y el etéreo; los espíritus caminaban junto a la materia, y la realidad era un lienzo maleable bajo la protección de la Diosa.
"Y la Diosa miró su obra, y vio que el equilibrio era perfecto. No había luz sin sombra, pero la sombra no era malvada; era simplemente el descanso de la luz, el frescor bajo la hoja del árbol."
II. La Geografía del Paraíso
La superficie de Orbis en la Era Antigua era drásticamente diferente a la tierra fracturada que conocemos hoy. La Zona 4, hoy conocida como las Tierras Devastadas, era en aquel entonces un jardín tropical de exuberancia imposible, donde el agua fluía hacia arriba desafiando la gravedad y la flora brillaba con bioluminiscencia natural. Era el corazón palpitante del planeta, un nexo de energía vital tan denso que los propios árboles poseían consciencia.
Al norte, Borea no era el páramo helado e implacable de la actualidad, sino una región de cristal y luz, donde los glaciares cantaban al moverse y las auroras boreales tocaban el suelo, permitiendo a los habitantes caminar entre los colores del cielo. Los desiertos de la Zona 2, aunque áridos, eran vastas extensiones de arenas doradas salpicadas de oasis que funcionaban como espejos del alma, lugares sagrados donde el agua curaba cualquier herida física o espiritual.
El nacimiento de la vida en Orbis.
III. Los Primeros Hijos: Kweebecs y Ancestros
Con el escenario preparado, Gaia deseó compañía. No sirvientes que la adoraran, sino observadores conscientes que pudieran apreciar la belleza de la creación. De la corteza de los árboles milenarios y la esencia pura de la vida, nacieron los Kweebecs. No fueron diseñados para la guerra, pues el conflicto no existía, sino para ser los jardineros de la historia. Inmortales en su ciclo vital, un Kweebec nunca muere verdaderamente; al envejecer, echan raíces y se transforman en los Árboles Padres, vigilando a las siguientes generaciones y transmitiendo el conocimiento a través de la red de raíces que conecta todo Orbis.
Pero no estaban solos. Las energías elementales cobraron forma propia. Golems de piedra, inmensos y pacíficos, caminaban por las cordilleras cuidando de la arquitectura geológica del mundo. Se dice también que los ancestros de los Feran vivían en las dunas, no como esclavos de los Scarak, sino como nómadas orgullosos que dominaban el viento. Incluso los Trorks, hoy vistos como bestias, eran en la antigüedad artesanos tribales que honraban la fuerza física como un regalo divino, construyendo tótems que mantenían el equilibrio natural.
IV. La Arquitectura de lo Imposible
Fue en esta era donde se forjaron las estructuras que hoy desconciertan a los arqueólogos de la Resistencia. Los Templos de Gaia, cuyas ruinas aún emiten un tenue pulso cian en las profundidades de las mazmorras, fueron erigidos no con grúas ni poleas, sino con voluntad unificada. La magia de tierra permitía moldear la roca como si fuera arcilla fresca.
Las mazmorras que hoy exploramos con espada en mano, repletas de peligros, eran originalmente bibliotecas de conocimiento elemental, santuarios de meditación y conservatorios de especies raras. Los cofres que ahora saqueamos no contenían botín de guerra, sino ofrendas de gratitud a la tierra: semillas estelares, cristales de resonancia y manuscritos sobre el lenguaje de las bestias.
V. La Disonancia: El Preludio de la Caída
Sin embargo, la perfección es un estado inherentemente frágil. La abundancia desmedida de magia actuó como un faro a través del cosmos oscuro. Mientras Gaia entraba en un sueño profundo para renovar sus energías, soñando con un futuro eterno de paz, en los márgenes de la realidad, algo empezó a arañar las paredes del universo.
No comenzó con una explosión, ni con una invasión repentina. Comenzó con un sonido. Una nota discordante en la canción de la creación. Los Kweebecs fueron los primeros en sentirlo: una sequedad inusual en sus raíces, un silencio repentino en los pájaros cantores. El Vacío no irrumpió en Orbis; se filtró lentamente como veneno en un manantial. La Era Antigua terminó no con fuego, sino con un escalofrío colectivo que recorrió la espina dorsal de cada ser vivo: la primera sensación, hasta entonces desconocida, de estar siendo observados por una entidad hambrienta.